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de Michael KimmelmanLos Kunst und Wunderkammern empezaron a proliferar aproximadamente en el s. XVI, como resultado de la curiosidad humanista, los adelantos tecnológicos en cuestiones como la óptica y la ingeniería, un reavivamiento del interés en textos antiguos dedicados a lo maravilloso y la exploración global que expuso a Europa a lo que parecía un extraño mundo nuevo. Además, un sistema bancario más sofisticado facilitó el intercambio de objetos raros y preciosos. Los imperios comerciales, como el holandés y veneciano, fomentaron y lanzaron al mundo a coleccionistas ricos en busca de los objetos más maravillosos. El asombro se entendió en los siglos XVI y XVII como un estado intermedio entre la ignorancia y el conocimiento, y los gabinetes de curiosidades eran los teatros de lo asombroso, museos de maravillas acumuladas que daban cuenta del ingenio de Dios. Contenían cualquier cosa, siempre que fuera la más grande, la más pequeña, la más rara, la más exquisita, la más bizarra, la más grotesca. Arte, astrolabios, armaduras —maravillas hechas por el hombre— eran parte de un rostro conformado también por dientes de mono y anomalías patológicas como los cuernos humanos. Un doctor alemán llamado Lorenz Hoffman poseía un Kunst und Wunderkammer típico: tenía pinturas de Durero y Cranach, el esqueleto de un recién nacido, dos docenas de cucharas miniatura escondidas en el interior de una cereza y un brazalete hecho de pesuñas de alces; además de momias y varios instrumentos musicales raros. A mediados del siglo XVI, el coleccionista holandés Hubert Goltzius podía enumerar 968 colecciones de las que tuvo noticia en los Países Bajos, Alemania, Austria, Suiza, Francia e Italia. En Amsterdam se documentaron casi 100 gabinetes privados de curiosidades entre 1600 y 1740. El decoro calvinista disuadió a los holandeses de ostentar su riqueza en público, pero en la intimidad de sus casas llenaron elegantes armarios de caoba de monedas, camafeos y estatuas, coronándolos con preciosas porcelanas; ese fue el arquetipo para los cuartos de dibujo de los burgueses modernos, con el obligatorio escaparate para presumir la loza familiar. Los gabinetes de curiosidades del pasado estaban pensados, en parte, para encapsular el mundo en un microcosmos: nuevo orden en el caos. Blom nos recuerda a Philip Hainhofer, comerciante y coleccionista de Augsburg, que inventó una de las piezas de mobiliario más extraordinarias del siglo XVII: un inmenso aparador de madera en el que metódicamente se dispusieron objetos que representaban el mundo animal, vegetal y mineral, los cuatro continentes y distintas actividades humanas, con escenas simbolizando la vanitas pintadas en el frente, para recordar a todo el mundo que la muerte es parte de la vida. Los estantes contuvieron exotismos tales como los bezoares, concreciones calculosas provenientes de los estómagos de cabras persas, de las que se creía que eran antídotos contra el envenenamiento, inmensamente caras; bolsas almizcleras; tazas de lignum Guaiacum, una madera hindú de poderes medicinales; y objetos "para el enfado", como guantes sin aperturas para las manos, fruta falsa y cuadros que sólo podían verse a través de espejos especiales.
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